viernes, 13 de agosto de 2010

para discutir y fuerte

El poder del ejemplo político
La política como el arte de ejemplificar. El efecto multiplicador de los modelos públicos y los riesgos de la inmoralidad de los gobernantes en la democracia. El padre de familia como medida de responsabilidad de los funcionarios.
Por Javier Gomá*
Ejemplaridad electiva: los políticos. Toda vida humana es un ejemplo y, por eso mismo, recae sobre ella un imperativo de ejemplaridad que dice: obra de tal manera que tu comportamiento sea imitable y generalizable en tu círculo de influencia, produciendo en él un impacto civilizatorio. Este imperativo universal ha sido ciertamente desconocido por la filosofía moral, pero en ningún caso por la polis que, desde la primera hora, comprendió intuitivamente el inmenso poder político del ejemplo –del positivo para cohesionar la comunidad, del negativo para disgregarla y atomizarla– y a lo largo de su historia ha sabido administrarlo y ponerlo al servicio de su misión cívica. El espacio público está cimentado sobre la ejemplaridad, es su escenario más genuino y propio. Podría decirse que la política es el arte de ejemplificar.
En efecto, las instituciones públicas siempre han sido conscientes del efecto multiplicador que la espontánea generalización de determinados modelos públicos tiene para la convivencia pacífica. De ahí su empeño constante por llevar a la consideración de los ciudadanos ejemplos de virtud y excelencia que, por un efecto de emulación, animan a estos a aceptar su mortalidad política –su destino individual socializado– y despiertan en su pecho el deseo de integrarse, de no vivir para sí mismos y de ser socialmente productivos. Y así, con esa mira, la ciudad erige estatuas a sus personalidades ilustres; presta sus nombres a calles, plazas, teatros, establecimientos; concede entre los vivos y a veces a título póstumo medallas, premios, honores y distinciones, etcétera. El paseante que contemplase la ciudad desde esta perspectiva descubriría en ella un cosmos de ejemplos que lo rodea por todas partes y lo exhorta sin cesar a la buena ciudadanía.
No es sólo que los gobernantes, políticos y administradores de lo público propongan ejemplos de civilidad por una variedad de procedimientos. Ellos, sus mismas personas y vidas, son, de hecho, lo quieran o no, ejemplos de una extraordinaria influencia social. La facticidad general de los ejemplos adquiere en los políticos un especial relieve. Como autores de las fuentes escritas de Derecho –leyes, decretos, resoluciones ejecutivas, sentencias–, controlan el monopolio estatal de la violencia legítima y ejercen un dominio muy amplio sobre nuestras libertades, derechos y patrimonio. Y al ser importantes para nuestras vidas, atraen sobre ellos la atención expectante de los gobernados y se hacen notoriedades públicas. El alcance de sus actos no se restringe al ámbito limitado y parcial de sus relaciones personales sino que irradian un efecto general. El desarrollo de los medios de comunicación de masas, que alimenta la demanda de una curiosidad vulgar hacia la intimidad de las celebridades, favorece la divulgación de sus estilos de vida y, en consecuencia, el impacto de su ejemplo aumenta exponencialmente. La manera en que ellos viven, actúan, se organizan, hablan, razonan o expresan preferencias, conforma paradigmas morales que pueblan la conciencia de los ciudadanos, dictando el recto comportamiento. Estos hombres poderosos dan el tono a la sociedad, crean pautas y expectativas de comportamiento, definen en la práctica el dominio de lo permitido y no permitido y, suscitando hábitos colectivos, son fuentes de moralidad social. “La vida del príncipe es ley y maestra de los pueblos –dice Baltasar de Castiglione– y necesario es que de las costumbres de él procedan las de todos los otros”.
Una cosa es lo que los políticos hacen (coacción) y otra lo que ellos son (ejemplos). Consecuentemente, gobiernan también de dos maneras: produciendo leyes y produciendo costumbres. Y, en cierto sentido, la segunda forma de gobernación es más profunda y duradera que la primera, porque las leyes coactivas sólo ejercen compulsión sobre la libertad externa de los ciudadanos, en tanto que las costumbres entran en su corazón y lo reforman. En cuanto titulares del aparato coactivo estatal y en cuanto notoriedades que disfrutan de una extensa popularidad, pesa sobre las vidas de los políticos –en las que no es posible distinguir entre una esfera pública y otra privada– un plus de responsabilidad. A diferencia de los demás ciudadanos, que pueden hacer lícitamente todo lo que no esté prohibido por las leyes, a ellos se les exige que observen, respeten o al menos no contradigan el plexo de valores y bienes estimados por la sociedad a la que dicen servir y que son fundamento de un “vivir y envejecer juntos” en paz. No basta con que cumplan la ley, han de ser ejemplares. Si los políticos realmente lo fueran, sólo sería necesario un número muy reducido de leyes básicas, porque las costumbres cívicas que emanarían de su ejemplo excusarían de imponer por fuerza lo que una mayoría de ciudadanos ya estaría haciendo de buen grado.
“Se promulgan demasiadas leyes, se dan pocos ejemplos”, denunció Saint-Just, parcial de Robespierre, ante la Convención revolucionaria. Desde entonces, los ejemplos escasean en política y las leyes menudean cada vez más. La proliferación de leyes y la hiperregulación que caracterizan el mundo moderno obedecen sin duda a la creciente complejidad de las sociedades contemporáneas y a la burocratización general del mundo de la vida. Pero son hechos que también admiten ser interpretados como una señal de la preocupante ausencia actual en las instituciones de la política de hombres ejemplares, también ellos subjetividades libres y autónomas. La inmoralidad de los gobernantes difunde un ejemplo negativo que luego ellos mismos se ocupan de reprimir mediante leyes más severas y restrictivas de las libertades.
La extensión en los países occidentales del Estado de Derecho, la creación de una opinión pública libre, la garantía de los derechos fundamentales, la independencia de los jueces, las elecciones generales periódicas y la alternancia en el poder de los partidos gobernantes, entre otros factores derivados del advenimiento de las democracias liberales, acrece todavía más el imperativo de ejemplaridad dirigido al profesional de la política. Al residir la soberanía en el pueblo, el político es ahora un representante que gestiona vicariamente negocios ajenos, su posición es fiduciaria y su responsabilidad mucho más amplia y profunda. Además de responder jurídicamente ante la ley en el orden civil, administrativo y penal, es responsable también políticamente, esto es, ante el superior que lo nombró y, en todo caso, ante el pueblo que lo eligió. Con frecuencia, vemos que un político que no ha cometido ningún ilícito se hace reprochable ante la ciudadanía, debe dimitir de su cargo o se hace inelegible para ocupar uno nuevo porque, aunque inimputable desde un ángulo jurídico, alguna actuación suya –no hay diferencia en este punto si en el ámbito público o privado de su vida– desdice de la confianza que motivó su apoderamiento. En los regímenes democráticos, la confianza está, pues, en la raíz del contrato de agencia político, pues los representantes del pueblo ostentan el poder sólo porque los ciudadanos se lo han “confiado” provisionalmente.
¿En quién confiamos? La confianza no se compra, no se impone, no se fabrica: la confianza se “inspira”. Sucede que algunas personas infunden en el ánimo de otras la expectativa de que las primeras no harán nada que perjudique a las segundas, obrarán en su beneficio y serán leales a la palabra dada. Pues bien, ¿quién nos infunde esta expectativa?
La confianza despierta en uno tras un juicio global sobre la persona que la recibe y en quien la depositamos. Nos preguntamos sobre ella: ¿es, en conjunto, una persona fiable? Que lo sea o no dependerá no tanto de ese o aquel hecho particular, de la invocación de un mérito, de un título académico, de una experiencia aislada, como de una interpretación genérica sobre la fiabilidad de su persona. Y sólo la virtud general es capaz de proyectar sobre el hombre así juzgado ese hálito inasible, irreductible a técnica, pero diariamente verificable y realísimo, que hace de él alguien “digno de nuestra confianza”, con palabra y con honor. En suma, la inspiración de confianza brota del aura carismática de una ejemplaridad personal.
Dicoro. Cada día se nos hace más evidente que la ciceroniana “uniformidad de vida”, incluyendo –aunque repugne a nuestra sensibilidad moderna– la rectitud en la llamada “vida privada”, funciona como un principio práctico y estructurador de la esfera pública porque, de hecho, es determinante en la generación de confianza ciudadana hacia los políticos. Demagogias aparte, que no faltan, normalmente el político cuidará de mostrarse con el debido “decorum” ante el electorado. Y para convencernos de que es honesto, los votantes no nos fijamos sólo en si es buen gestor, buen parlamentario, buen orador o buen comunicador, sino que, más allá de lo ceñidamente político, tomaremos en consideración qué clase de persona es –responsable, emancipada, fiable– y si se aproxima más o menos a esa imagen de ejemplaridad que tenemos en mente, la del buen padre de familia, buen vecino o buen ciudadano. Cuando queremos emplear a alguien para una empresa o para el cuidado de un hijo en casa, todos los datos sobre su honestidad son importantes, y la mayoría de las veces no nos conformamos con una información formal o esquemática de su currículum profesional. ¡Cuánto más con un gobernante, dotado de poderes exorbitantes sobre nuestra libertad y nuestros derechos! El político se esforzará por crearse una imagen atractiva, pero a la postre lo que cuenta en él es que “predique con el ejemplo”, puesto que, en el ámbito moral, sólo el ejemplo “predica” de modo convincente, no las promesas ni los discursos, los cuales, sin el ejemplo, carecen de convicción y aun de un mínimo de verdad. Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que la sociedad estaba organizada conforme a un orden jerárquico y en ella los situados más alto en la escala social –propietarios, poderosos, educados, respetables, conscientes de su propia importancia– sentaban un ejemplo vinculante para la mayoría, que se limitaba a asentir a la ejemplaridad natural que se les dictaba. La quiebra definitiva del principio de autoridad, paralela a la crítica a las creencias y costumbres colectivas en el contexto de una cultura postideológica, conlleva el declinar de la tradicional “ejemplaridad por asentimiento” en coincidencia con el despuntar de una muy distinta “ejemplaridad por elección”. El padre, por ejemplo, concentraba antes toda la autoridad en la familia y se imponía entre sus hijos como modelo único y forzoso, incuestionado e incuestionable. El escenario ha cambiado por completo en pocas décadas: la patria potestad que entonces se poseía por naturaleza, por herencia o por destino, ahora hay que merecerla. En un mundo de legitimaciones fragmentarias y precarias, los hijos no reconocen una autoridad innata a la paternidad, ya no más un hecho biológico sino moral, que el padre habrá de ganarse con la persuasión constante del propio ejemplo. Le ayuda el natural ascendiente que ejerce sobre quienes dependen de él para vivir y valerse, pero si la infancia percibe que la conducta del progenitor no está a la altura del sentimiento de admiración y respeto que produce en ella, muy pronto aprende a retirarle la autoridad que estaba deseosa de concederle al principio, por mucho que durante algún tiempo se mantenga bajo su desprestigiada tutela, en una situación de permanente conflicto potencial.
Esta misma “ejemplaridad por elección” rige en la organización y funcionamiento de los sistemas democráticos. Para la teoría democrática clásica –desde Aristóteles a Harrington, Montesquieu, Rousseau y Madison durante el debate constitucional norteamericano de 1787–, las elecciones democráticas conservan siempre un elemento aristocrático porque en ellas se eligen a los mejores, a los más virtuosos y sabios, para velar por los intereses colectivos. Los políticos más votados son, en consecuencia, personas electas, es decir, “selectas”, “elites”, componentes de una “aristocracia natural” adornada con cualidades que la distinguen por encima del común de los ciudadanos. Al lado de esta perspectiva aristocrática cabe situar otra igualitaria que pone el acento, en cambio, en el hecho de que, en principio, todos los ciudadanos sin distinción pueden ser elegidos; caso de que algunos, de hecho, obtengan la confianza mayoritaria de los electores, incurren en una altísima responsabilidad política, como legisladores y como fuente de moralidad social. Por consiguiente, para esta segunda perspectiva, que es también normativa y no sólo analítica, lo interesante no reside en que los políticos resultan elegidos porque son los mejores, sino en que, precisamente por el dato de que resultan elegidos, deben ser en conciencia los mejores. Dada su situación especialmente preeminente, recae sobre ellos un imperativo también especial de mantener la vulgaridad de sus vidas en permanente reforma, el mismo en su naturaleza que el que interpela a todos los hombres en su red de influencias mutuas, pero con una intensidad superior proporcional al alcance ampliado de su ejemplo. Si esos individuos electos no están después, en el ejercicio efectivo de su responsabilidad, a la altura de su deber moral y político, porque el realismo del poder ha acabado venciendo con el tiempo al idealismo de la ejemplaridad, los ciudadanos en las elecciones siguientes castigan a los que han defraudado sus expectativas apartándolos del poder y forzando la alternancia, y buscan en otros renovadas fuentes de ilusión y de confianza.
La democracia crece en sociedades postideológicas, muticulturales y poliétnicas, que toleran y protegen todas las creencias pero no sustentan ninguna. Las “teologías políticas”, resultado de la alianza entre el Estado y los relatos míticos, religiosos y metafísicos, han decaído como fundamento del espacio público y como agente de cohesión social. En ausencia de las antiguas cosmovisiones, el motor efectivo de integración ciudadana reside hoy en el ejemplo político cuando este se abre al universalismo de su ejemplaridad. Los valores éticos no son definibles, sólo se hacen intuibles en las personas que los encarnan. Los profesionales de la política son personificaciones de la ética implícita vigente en una sociedad al mismo tiempo que configuradores privilegiados de ella. La corrupción de sus costumbres individuales explicita, de una forma concreta y tangible, el espectáculo colectivo de una deshonestidad latente en el grupo, lo que a su vez tiene consecuencias desmoralizadoras porque de su ejemplo la ciudadanía sólo puede extraer modelos de vulgaridad. En cambio, la ejemplaridad pública es comunitaria de suyo por cuanto la regla universal de la que es portador, como ocurre con la verdadera obra de arte, encierra la pretensión de ser aceptada por todos los hombres dotados de buen gusto (sensus communis) que saben reconocer la excelencia cuando se les muestra con una tal evidencia personal.
En un mundo desencantado, lo que atrae la confianza de los conciudadanos no es tanto la oportunidad y el acierto del programa electoral que presenta un partido político cuanto la personalidad misma de su líder, lo que este “es” más que lo que “hace”. En las democracias occidentales todos los políticos –los de derecha y los de izquierda, los progresistas y los conservadores– hacen o prometen hacer más o menos lo mismo y comprobamos con gran frecuencia que sus agendas políticas son casi enteramente intercambiables entre sí. La verdadera diferencia, la “summa divisio rerum” en política, la encontramos, pues, en lo que ellos son y en la línea que separa dos estilos contrapuestos de vida, el vulgar y el ejemplar, a no confundir este último con la gazmoñería, los píos deseos o alguna forma mineralizada de moral tradicionalista, pues, sin negar que en el concepto de ejemplaridad hay un núcleo fijo inderogable (inherente a su vocación universalista), su contenido se nutre mayoritariamente de los bienes y valores históricos más estimados en una cultura dada. Con estos materiales idiosincrásicos de cada época y geografía, el político de hoy debe ser capaz de inventarse un relato paradigmático sobre el ejemplo de su vida y forjar con su biografía la imagen de un “ser” y “vivir” fiables. Inspirará mayor confianza aquel que proponga a la opinión pública una narración autobiográfica más esperanzadora y convincente. La política narrativa de nuestros días parece menos cuestión de cosas –planes, programas, proyectos– y más de personas que actúan en el teatro finito de la polis: menos “res publica” y más “dramatis personae”.
Ejemplaridad estatutaria: funcionarios y corona. Los políticos profesionales electos ocupan los cargos superiores y directivos en el aparato coactivo del Estado pero sólo un número limitado de años y, en la ejecución de sus programas, se han de apoyar en un cuerpo estable de funcionarios. Estos se sitúan, pues, en un segundo escalón de la escala jerárquica, pero, a cambio, su relación con los poderes del Estado tiene un carácter contractual, temporalmente indefinido y, en la mayoría de los casos, vitalicio, hasta la edad reglamentaria de jubilación. Acceden a su empleo no por elección de los ciudadanos sino, en la mayoría de los casos, presentándose a concursos y oposiciones dirimidos conforme a principios de mérito y capacidad y, si superan las pruebas, entran en una situación objetiva de derechos y obligaciones definida por la ley que los regula.
El imperativo de ejemplaridad que gravita sobre los funcionarios es de una naturaleza distinta del que rige para los profesionales de la política. Ellos no deben responder, como estos, a la confianza específica que la ciudadanía, expresada en votos, les ha otorgado a la vista precisamente de unas cualidades personales que hacen de ellos personas fiables y creíbles y que pueden revocar en las elecciones siguientes. La responsabilidad en la que incurren como administradores de negocios ajenos es principalmente de orden legal. No obstante, incluso la ley en nuestros días no puede por menos de reconocer el deber de ejemplaridad del funcionario y, si bien el legislador moderno ha abandonado ese lenguaje de la ejemplaridad pública que permeaba la legislación decimonónica, permanece, con todo, su aroma en las leyes actuales a través de una diversidad de fórmulas que permiten extender el ámbito de lo jurídico, más allá de lo regulado expresamente, a comportamientos de honestidad y decoro que son también exigibles al funcionario aun no siendo tipificables a priori en una disposición normativa.
Así, cada uno de los sectores del funcionariado tiene su particular deontología contenida en su norma estatutaria, unas veces codificada explícitamente en un capítulo dedicado a los deberes profesionales del personal de ese sector, otras inferible a contrario del capítulo de infracciones graves y muy graves. De una y otra fuente se deduce que del funcionario se espera no sólo que observe estrictamente la ley positiva sino también que practique valores como la imparcialidad, la independencia, la equidad, la lealtad, la anteposición del interés general al propio o la probidad en el servicio público. A los candidatos a ocupar empleos públicos ya no se les requiere, como antes, “ser de buenas costumbres”. Pero sí les es aplicable todavía hoy, por analogía, la regla atinente al gestor de negocios ajenos, el cual, dice la ley, “debe desempeñar su encargo con toda la diligencia de un buen padre de familia”. Es interesante advertir que en Derecho una de las instituciones de la eticidad (la familia) sirve de pauta para enjuiciar la responsabilidad de la otra de las instituciones (el trabajo). El padre de familia “diligente y bueno”, dechado de hombre ejemplar presente en la conciencia social, es la medida de la responsabilidad del funcionario, administrador de negocios ajenos. La ley reclama ejemplaridad a los servidores públicos a fin de que los administrados conserven su confianza en el Estado de Derecho y mantengan su creencia en que los funcionarios “funcionan y hacen funcionar” la máquina del Estado, pese a las conocidas trabas burocráticas, muchas de ellas establecidas en garantía de los ciudadanos.
El Estado se organiza como una pirámide jerárquica de fuerza coactiva progresiva en la que cada escalón superior concentra más poder que el inferior sobre el monopolio de la violencia estatal. Así, en la base, se encuentran los funcionarios, unidos al Estado por una relación estatutaria; en un estrato superior, los políticos, elegidos por sufragio libre y poseedores de las fuentes escritas de Derecho; y el vértice de esa jerarquía lo ocupa, en las monarquías parlamentarias, la Corona, un cargo al que el titular accede por herencia. ¿Cómo es esto posible en nuestras modernas democracias? ¿Qué legitimación le asiste a la Corona?
La ya aludida hibridación en nuestro mundo contemporáneo de las tres legitimaciones tipificadas por Weber se verifica en especial en aquellos sistemas políticos en los que la jefatura del Estado recae en una dinastía. Las modernas constituciones escritas son expresión exacta de la legitimación racional-legal por su condición de normas supremas, abstractas y generales, de organización y distribución del poder, aprobadas válidamente por el órgano competente conforme al procedimiento debido. La transmisión de la jefatura del Estado por vía hereditaria, siguiendo reglas genealógicas, supone sin duda la integración de un momento tradicional-histórico, muy Ancien Régime, en el racionalismo originariamente formal de la constitución. La entrega de la máxima magistratura del Estado a una familia y a sus descendientes sólo cabe considerarla democrática, aun siendo voluntad del pueblo, a condición de que este retenga la integridad de su soberanía y que, en consecuencia, la posición estatutaria del rey no lleve aparejada ninguna cuota de poder coactivo, ni legislativo ni ejecutivo ni judicial, y sólo ostente un valor simbólico. De manera que en la cúspide del Estado, esa escala de poder coactivo creciente, en el lugar que uno esperaría una apoteosis de fuerza y decisión, luce un símbolo desnudo.
La Corona carece de competencias coercitivas, ¿quiere esto decir que carece de mando? ¿Es un adorno superfluo y meramente decorativo, o por el contrario ejerce un poder tan real y efectivo como el de los otros Poderes constitucionales del Estado, si bien de otra índole? Aunque la Constitución declare que un Estado es una monarquía parlamentaria y la misma dinastía haya regido los destinos de un país durante largos siglos, ni siquiera estos dos tipos de legitimación –racional y tradicional– son suficientes para mantener una familia en el trono si esta no adquiere adicionalmente un suplemento de legitimidad carismática. Sólo los monárquicos, dogmáticos de la Corona, son partidarios de esta abstrayendo de toda circunstancia y condición histórica, moral o política, y pronunciarían sin vacilar el grito “fiat monarchia, pereat mundus”. La mayoría de los ciudadanos de una monarquía se calificarían solamente, como mucho, de pragmáticos de la Corona, al medir el valor del trono por los efectos prácticos, positivos o negativos, que proyecta sobre su comunidad política. Excluida de las fuentes de Derecho, privada de potestad para remover una situación de hecho o transformar los elementos materiales de la realidad, la Corona despliega el poder puramente moral de su simbolismo cuando su titular, exhibiendo un estilo de vida carismático, infunde en la ciudadanía respeto hacia la institución y gana para esta una adicional legitimidad de ejercicio.
Un símbolo es un ejemplo cuyo cuerpo sensible remite a un orden inteligible. El lado corporal del símbolo, con su materialidad empírica y visible, hace perceptible la profundidad trascendente de lo simbolizado. Ahora bien, el símbolo político, a diferencia del lógico, no se limita a señalar simplemente un sentido, sino que, en torno a este, trata de producir en los destinatarios un movimiento de unión y mutualidad. En el proceso de integración política y de concentración de una pluralidad dispersa en una unidad de poder, intervienen elementos racionales, como el concepto, y otros míticos, como el símbolo político; la mitología política no pertenecería, a juicio de García-Pelayo, a una época superada de la historia humana en beneficio de otra fundada en un concepto racional, sino que ambos, concepto y mito, son, por igual, dos formas de estar en el mundo, dos modos de instalación humana. Incluso en nuestra edad hiperracionalizada y técnica el mito político cumple una triple función: “integradora”, pues el mito es conocido sólo por quien vive y se instala existencialmente en él y da lugar entre los que así lo actualizan a una comunidad de vivencias; “movilizadora”, al proporcionar fe y fuerza en los desfallecimientos, potenciar el heroísmo y dar esperanza aun en la derrota, si no es radical; y “esclarecedora”, porque el mito explica, a través de sus imágenes y símbolos, lo que las gentes sienten y desean de forma vaga, inconcreta y difusa, y suministra un esquema interpretativo que ofrece un universo de sentido a todo fenómeno posible.
Hay muchos símbolos políticos –bandera, himno, escudo– pero el principal de ellos es la Corona, que es un símbolo personal. En ella, lo simbolizado presenta la mayor seriedad: la unidad y permanencia de un Estado. Pero esa carga de sentido político se materializa en lo más doméstico y cotidiano que pueda imaginarse: una familia. Si el símbolo reclama como parte de su esencia el sustrato sensible y concreto que le da soporte, la Corona radicaliza esta característica hasta el extremo de la personalización. Nadie siente adhesión sentimental a la máquina jerárquica y burocrática del Estado, pero sí quizá a un símbolo que ofrece, en la persona del rey constitucional, la estampa de una amabilidad no coercitiva.
*LICENCIADO en Filología Clásica y en Derecho, Doctor en Filosofía.
Autor de “Ejemplaridad pública”, Taurus, 2009.

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