lunes, 29 de agosto de 2011

Estudios de genero

El sexo en la maquinaria cultural

En 2009 la prestigiosa investigadora británica Sheila Jeffreys publicó un demoledor ensayo contra el comercio global del sexo. “La industria de la vagina” acaba de ser traducido al castellano y publicado en nuestro país. La pornografía (una industria que genera 100 mil millones de dólares al año), la prostitución (legalizada en varios países del Primer Mundo) y la trata de personas, al banquillo.

Por Alejandro Bellotti
28/08/11 - 02:24
El sexo en la maquinaria culturalRenta. En 2007 y sólo en los EE.UU., la industria sexual (que incluye tanto a proxenetas como a grandes empresarios) generó ganancias por 13.330 millones de dólares.

Las hay rosadas, diminutas, tiernas, enormes, ásperas, carnosas, húmedas, escuálidas, naturales, reacondicionadas. (Para quien nunca pesquisó un ejemplar, bien vale la inversión en el fabuloso La petite mort, recientemente editado en el país por Taschen.) De todas maneras, cualquiera sea su forma, tamaño o color, la vagina es la materia prima que aceita un negocio fenomenal que tiene a la prostitución y a la pornografía como sostenes del espinazo. Por ejemplo: sabemos que en China la prostitución representa el 8 por ciento de la economía, unos 700 mil millones de dólares al año; advertimos el caso de Holanda, país que legalizó la prostitución prostibularia en 2001, donde el índice alcanza el 5 por ciento del PBI. Sabemos también que esta fenomenal fábrica movilizadora de fondos incluye a los consabidos clubes de striptease, los cuales producen ganancias cercanas a los 75 mil millones de dólares a nivel global (un gran burdel, como el Daily Planet de Melbourne, consigue albergar hasta 150 mujeres en un edificio de cuatro plantas). Si bien la pornografía, debido a la vertiginosa transformación tecnológica, se vuelve presa difícil para el cazador analítico, diversos estudios coinciden en que son 100 mil millones de dólares al año los que genera en todo el mundo (en 2007 las ganancias, solamente en los Estados Unidos, se estimaron en 13.330 millones de dólares). La industria del sexo, una red que activa pingües dividendos para proxenetas y tratantes de personas, desde ya, pero también para empresarios, hoteleros y aerocomerciales, beneficiados por la expansión del turismo sexual.
Afirma Michel Foucault en La voluntad de saber (1976), primer tomo de Historia de la sexualidad: “Al crear ese elemento imaginario que es el ‘sexo’, el dispositivo de sexualidad suscitó uno de sus principios internos de funcionamiento más esenciales: el deseo del sexo, deseo de tenerlo, deseo de acceder a ello, de descubrirlo, de liberarlo, de articularlo en discursos, de formularlo en verdad. Constituyó ‘el sexo’ mismo como deseable”. La explotación de ese deseo parió una línea de montaje que no sólo recluta toneladas de dinero, sino que también causa daños físicos y psicológicos a sus operarias. Hace ya algunos años la teórica lesbiana Monique Wittig había demostrado de qué manera la reducción de las mujeres a “la categoría de sexo” contribuyó a su opresión. En El cuerpo lesbiano (1973) señala que las mujeres se han convertido en “el sexo mismo (…) Sólo las mujeres tienen un sexo: los varones son la norma y no lo tienen”.
En sintonía, muchas investigadoras feministas batallan en el campo para perforar la epidermis del orden hetero-normal que la pornografía y la prostitución reafirman como práctica. Sheila Jeffreys es una de ellas. Nacida en Londres en 1948, a comienzos de los años 90 emigró a Melbourne, Australia, curiosamente el primer país del mundo libre en legalizar la prostitución de prostíbulo y compañía. Allí germinaron su militancia lésbica y el grueso de sus estudios de género, los cuales son bibliografía obligatoria al momento del debate. Es catedrática en la Escuela de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad de Melbourne y ha publicado, entre otros, Anticlimax (plantea allí que la liberación femenina no será posible mientras se considere sexy su subordinación), Beauty and Misogyny y La herejía lesbiana (el cual trata sobre la fragmentación de la comunidad lésbica como consecuencia de los ataques contra la política lesbiana). Es fundadora de la ONG Australian Branch of the Coalition Against Trafficking in Women (Sede Australiana de la Alianza contra el Tráfico de Mujeres), desde donde dispara sus dardos de polemista radicalizada. Sus planteos operan en discursos contra la trata, los tratantes, la prostitución y la pornografía, desde luego, pero también proclamas contra las activistas heterosexuales, a quienes considera enemigas naturales del feminismo auténtico y revolucionario. Cuando en febrero de 2009 publicó The industrial vagina. The political economy of the global sex trade (La industria de la vagina. La economía política de la comercialización global del sexo) se produjo un revuelo más o menos considerable, y predecible, en los núcleos centrales de producción cultural. Lógicamente, la mecánica editorial hace que a casi dos años y medio de esos intensos debates, la publicación en castellano de Paidós suscite un eco fantasmal, una suerte de manifiesto con delay.
El luminoso ensayo se estructura en nueve capítulos y es atravesado por tres ejes: la pornografía, la prostitución (legalizada o no, matrimonial, militar, y más) y la trata de personas para fines de explotación sexual. Abre el volumen un repaso historiográfico que explica de qué modo, hasta bien entrados los años setenta, había un consenso más o menos establecido de los beneficios suscitados de la ilegalización de la prostitución, y cómo a partir de la década del ochenta, con la victoria del neoliberalismo, se promovió la idea contraria: legalizar la prostitución e incorporarla al mercado transnacional. La autora no pierde oportunidad entonces para enfilar sus tanques contra el capitalismo en su versión neoliberal, el cual reconstruye “la prostitución como una fuerza de trabajo legítima”, y contra quienes desde distintas organizaciones abrazan la descriminalización de la prostitución. En uno de los capítulos más jugosos driblea por cuestiones del lenguaje y devela cómo se incorporan al carrusel de la cotidianidad palabras como “trabajo sexual”, “clientes”, “proveedores de servicios” (retórica pregonada por terapeutas sexuales). “El uso de la lengua comercial en relación con la prostitución eclipsa el carácter dañino de esta práctica y facilita el desarrollo mercantil de la industria global”, asegura Jeffreys, para derrapar, en otro capítulo titulado “El matrimonio y la prostitución”, en las implicancias nocivas del compromiso heterosexual. Leemos: “Los elementos tradicionales del matrimonio no han desaparecido por completo en las sociedades occidentales, incluso en el caso de mujeres educadas que tienen empleos y son profesionales con buenos ingresos. El derecho de los hombres al uso sexual del cuerpo femenino no ha desaparecido, sino que permanece como un sobreentendido en las bases de las relaciones heterosexuales en general”. Otro de los fenómenos analizados es el de las llamadas comfort women, esclavas sexuales de los japoneses en los países ocupados durante la Segunda Guerra Mundial. Su tesis patina sobre la idea de que la industria global del sex trade está alimentada, en buena medida, por el militarismo expansionista. Soldados inyectados en conflictos bélicos –Corea del Sur, Tailandia, lo mismo da– abandonan, en sus días francos, los campamentos para satisfacer sus deseos. Una práctica por demás difundida aún hoy entre las tropas hiperprofesionalizadas.
Acompañamos el análisis y encontramos que en los años 80, cuando se produjo la revolución sexual lesbiana –valorada por algunos investigadores–, “el poder masculino quedó reafirmado mediante el reclutamiento de las mujeres para el coito y la orquestación de su respuesta sexual ante la connotación erótica de su propia subordinación”. Estas revoluciones, considera la investigadora, no hicieron más que nutrir la legitimación de la industria del porno y de los manuales sexuales, incluida las reuniones del tipo tupperware en las cuales se venden consoladores, sí, pero también los lubricantes para conseguir un mejor deslizamiento. La mujer-objeto en su máxima expresión: “A lo largo de este siglo toda una avalancha de manuales de educación sexual ha tratado de adaptar a mujeres díscolas e ineptas a su función de eficaces agujeros para el pene mediante diversos remedios, desde lubricantes hasta terapias y cirugía médica”.
Sobre el final del libro, y en oposición a lo que sostienen organizaciones como Scarlet Aliance o NSWP (pro-legalización), Jeffreys ejecuta su último gran acto, militante sí, bregando por una transformación cultural que eclipse, de una vez y para siempre, el orden dominante. “La vagina se convierte en el centro de un negocio organizado a escala industrial, aunque siga ligada a una serie de problemas inevitablemente asociados con este uso particular del interior del cuerpo femenino: el dolor, el sangrado, la abrasión, el embarazo, las enfermedades de transmisión sexual y los daños psicológicos que resultan del uso del cuerpo de la mujer como instrumento para el placer del hombre”.

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