domingo, 23 de septiembre de 2012

Un oído para las cacerolas

Para el autor del artículo, que miles de ciudadanos exijan enfáticamente libertad a un gobierno que permite que ese reclamo se efectúe sin ningún tipo de impedimento ni acoso, habla a las claras de una de las incongruencias primordiales de estas marchas. Fue patente además que allí no estuvo "la sociedad", sino un segmento acotado de ella, por cierto ni minoritario ni menospreciable.
 
Por Juan José Giani*
El análisis político se despabila cuando la masividad entra en escena. Si la palabra aislada o los fastidios minoritarios desalientan el esmero reflexivo, la densidad de los hechos colectivos advierte sobre la pertinente irrupción de una racionalidad social que desacomoda el panorama prexistente. Si este punto parece obvio, lo que no resulta tan claro es cómo mensurar la efectiva envergadura popular de un acontecimiento específico. La inasible objetividad no sólo remite al ojo sesgado del que observa, sino a la propia indeterminación comparativa de ese suceso respecto de otros.
¿Fue la protesta del pasado 13 de setiembre un episodio de atendible repercusión multitudinaria? ¿Amerita por tanto una impostergable tarea interpretativa? Sin dudas. Basta para ello recordar que desde que Cristina Fernández triunfó en las elecciones presidenciales del año 2011 hubo varios conatos de cacerolazos en distintos centros urbanos, y todos ellos fueron un fiasco absoluto. No cabe por tanto aquí ni el desdén ni el ninguneo, pues el dato político central no es la cantidad de argentinos que se movilizaron, sino la plasmación activa de un descontento que hasta allí permanecía, cuanto menos, soterrado y cabizbajo. Primer punto entonces. Algo inédito ocurrió.
Hemos contemplado hasta aquí dos estrategias de abordaje nítidamente diferenciadas. Para el grueso de la oposición, esta fue una explosión espontánea de hartazgo ciudadano, una proclama transparente de libertad frente a una administración ensimismada que debe a partir de ahora modificar sustancialmente su rumbo. El contrato electoral que llevó a la Presidenta nuevamente a la Casa Rosada estaría seriamente averiado, creando las condiciones para un recambio que sólo precisa de un liderazgo alternativo que lo encarne.
Para algunos representantes del oficialismo, las personas congregadas no fueron votantes desencantados sino adversarios permanentes, y su emergencia no fue ni súbita ni espontánea, sino promovida por grupos partidarios vinculados a la derecha y con la complicidad manifiesta de los monopolios mediáticos a los cuales se les terminan los privilegios el próximo 7 de diciembre. Hubo un protagonismo excluyente de las clases medias y altas ancestralmente refractarias al peronismo, y sus consignas dominantes estuvieron signadas por el odio discursivo, la ceguera particularista y el clasismo mal disimulado.
Revisemos con detenimiento cada trama argumental. Empecemos por lo básico. Ni la espontaneidad de una marcha garantiza la santidad de sus objetivos ni su apuntalamiento por parte de espacios organizados la convierte en una confabulación despreciable. En lo primero, circula la idea reaccionaria de que los pobres carecen de conciencia autónoma y se encolumnan únicamente atraídos por diversas formas de cooptación prebendaria, mientras la prístina clase media gana la calle con el exclusivo y sagrado interés de salvaguardar a la República. Y lo segundo, funciona como réplica de lo anterior sólo que mal desplegada. Que el adversario se organice para disputarnos territorio en principio no dice nada acerca de la calidad de sus propósitos.
Por lo demás, se impone a esta altura descomponer el imaginario (instalado tras la crisis del 2001) que asocia cacerolazo con implosión del sistema político o agudo vacío de legitimidad de un gobierno. Algunos opositores aspiran a presentarlo así y algunos oficialistas tácitamente también. Pero no. Juntarse a tocar la cacerola para expresar disgusto es un camino más para hacerlo, como un paro, un acto en un estadio o un piquete en alguna ruta.
Ciertamente el menú de reclamos que se pudo escuchar fue muy variado, pero uno de ellos (y de los principales), es lo que en filosofía del lenguaje se denomina contradicción performativa. Esto es, un juicio que en su sola enunciación desmiente el contenido de lo que se afirma. Traducido al caso, que miles de ciudadanos exijan enfáticamente libertad a un gobierno que permite que ese reclamo se efectúe sin ningún tipo de impedimento ni acoso, habla a las claras de una de las incongruencias primordiales de estas marchas.
Fue patente además que allí no estuvo "la sociedad", sino un segmento acotado de ella, por cierto ni minoritario ni menospreciable, pero que recorta la extensión de sus urgencias y aminora su pretensión fundacional respecto de los humores sociales que prevalecerían hoy en la Argentina. Por otra parte, de la misma manera que la manifestación fue físicamente pacífica, tuvo aristas de asqueante virulencia verbal, que desbordaron el insulto folklórico que caracteriza a los congregaciones masivas. La radicalidad desbocada de muchos concurrentes sin dudas convivió con una orientación más bien conservadora del grueso de sus peticiones, llegando a la tontera de emparentarnos con la Cuba de Castro o el dislate de cuestionar la justicia de la Asignación Universal por Hijo.
Sin embargo, este conjunto de ingredientes no justifica que voceros del gobierno reduzcan esta protesta a la confluencia entre mentes golpistas agazapadas, gorilas incurables y convicciones derechistas de variada índole. Por empezar, no parece conveniente desestimar cualquier gesto colectivo de reprobación amparándose en el contundente pronunciamiento electoral de octubre del 2011. Por cierto que ese antecedente contribuye a desautorizar cualquier afiebrada autoatribución de soberanía popular alternativa, pero conlleva el riesgo simultáneo de descuidar temperaturas sociales que por eventualmente mutables no son políticamente nimias.
Ratificar o perseverar en una orientación general que la ciudadanía acompañó hace menos de un año no debería impedir mantener el oído presto frente desajustes tanto en la instrumentación concreta de ese rumbo como en el curso lateral de otros temas que preocupan igualmente a un sector significativo de la población.
En esta misma dirección, la aseveración de que los movilizados no son votantes de la Presidenta, conlleva dos errores de apreciación política. El primero es que, aunque así fuese, antes permanecían recluidos y apaciguados, y ahora se muestran militantes y aguerridos. Y el segundo, es que idealiza aquel 54% de adhesiones. Allí no hay un conjunto homogéneo de predicadores del modelo nacional y popular, sino también personas de simpatías móviles que optaron en su momento por preservar lo (poco o mucho) conseguido o se aterraron con las precarios rostros que exhibía la oposición.
Por lo demás, el hecho de que un gobierno decida tomar como objeto central de su desempeño la dignificación de los sectores menos favorecidos no tiene necesariamente que implicar una actitud despectiva respecto de una trama social que incluye infinita variedad de grises. El concepto "clase media", en su imprecisión sociológica, abarca tanto el enraizado individualismo de sujetos irrecuperables para un proyecto nacional, como a argentinos de a pie inquietos frente a acciones de gobierno que impactan negativamente en su respetable menú de preferencias.
En este sentido, es preciso precaverse sobre el indeseable retorno al escenario electoral que alumbró tras las elecciones presidenciales del 2007. Una Argentina fracturada social y geográficamente con el gobierno derrotado en todos los grandes centros urbanos. Horizonte de agrietada sustentabilidad que colaboró decisivamente en el estallido del conflicto con las patronales agropecuarias.
Por otra parte, si bien es indudable que durante su segundo mandato Cristina Fernández continúa lanzando medidas de formidable trascendencia (la nacionalización de YPF o la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central por citar algunos casos), también es palpable que hay facetas irritantes que no se corrigen o iniciativas recientes que agreden innecesariamente la sensibilidad simbólica y material de un segmento de la sociedad que no se puede arrojar sin más al campo del conspirador destituyente. La persistencia de la inflación aún en un contexto de desaceleración de la actividad económica y la simultánea carencia de confiabilidad de las estadísticas públicas, la torpe administración de la política cambiaria, los desmanejos institucionales luego de las acusaciones contra el vicepresidente de la República, la falta de actualización del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias o el actual rumoreo sobre una eventual re-reelección terminaron por activar una oposición social hasta allí apocada y aletargada.
Puedo imaginar la réplica de algún lector de estos párrafos. Estos son defectos "menores" o "secundarios" frente a las espléndidas transformaciones iniciadas. Yo estaría dispuesto a coincidir, si y sólo si, previamente acordamos que una política de mayorías supone la articulación estable de racionalidades heterogéneas. Es decir, también de aquellas distintas de las propias. No todas esas racionalidades tienen que ser consentidas, pero algunas de ellas deben ser, al menos, tomadas sinceramente en cuenta.
*Licenciado en Filosofía. Carta Abierta Rosario.

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