domingo, 28 de octubre de 2012

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Domingo 28 de octubre de 2012 | Publicado en edición impresa

La autoritaria soledad de la Presidenta

Por Joaquín Morales Solá | LA NACION
Dicen que prefiere cada vez más la soledad. Pocos funcionarios tienen acceso permanente a la Presidenta. Carlos Zannini, Axel Kicillof y Guillermo Moreno. No hay muchos más. Su paciencia es crecientemente corta. El gabinete teme a los arrebatos de Cristina. Algunos funcionarios entran a su despacho, cuando entran, con un incontrolable temblor en las piernas. Varios ministros quisieran renunciar a tiempo, antes de una descortés despedida. ¿Julio De Vido? ¿Nilda Garré? ¿Carlos Tomada? No pueden. La jefa ya les aclaró que sólo ella decidirá el día y la hora del final de sus carreras políticas. Los cansados obedecen; la represalia podría ser peor que la angustia de la permanencia.
¿Qué ha pasado con Cristina Kirchner en los apenas once meses de su segundo mandato? ¿Por qué despilfarró tanto capital político en tan poco tiempo? ¿Qué la empuja a expulsar de sus cercanías a viejos amigos y aliados? ¿Por qué no repara que el estilo de su liderazgo está estresando inútilmente a la sociedad? ¿Por qué no hace ningún esfuerzo para retener las simpatías que se van?
Ciertos cristinólogos señalan que la elección de hace un año fue determinante. El 54% de los votos (y la diferencia de 40 puntos con el que la siguió) la ahogó en un mar de autosuficiencia y arrogancia. Haber alcanzado esa meta, inaccesible para una senadora minoritaria hasta pocos años antes, confirmó el muy alto concepto que tiene de sí misma. Las elecciones influyeron, pero no son una explicación suficiente. Muy pocos políticos están dispuestos a rifar todas las conquistas de su vida en una sola apuesta.
Cristina Kirchner ha hecho de su segunda presidencia un desafío permanente a todo o nada. Las promesas inaugurales del cristinismo (mayor institucionalidad y una intensa política exterior) quedaron en el camino, destruidas. Los días que pasaron fueron pródigos en ejemplos de esos fracasos. El proyecto de ley sobre el per saltum es una ofensa a ella misma, que contribuyó más que su marido a crear la actual Corte Suprema.
El per saltum es una mala palabra en la Justicia y en la propia Corte. El proyecto es generoso: le ahorrará a la Corte el trabajo de definir qué será un asunto de gravedad institucional. Ya lo definió el Gobierno. La Corte lo recibió como lo que es, una insoportable presión, a pesar de las poses protocolares entre la jefa del Ejecutivo y el presidente del tribunal, Ricardo Lorenzetti. Lorenzetti fue a la Casa de Gobierno a un acto institucional (un homenaje a la ley Sáenz Peña que estableció el voto universal, secreto y obligatorio) y se encontró con una ceremonia partidaria. Hasta la Presidenta derrapó en su discurso y lo mezcló con sus propios intereses políticos. No soporta que la Corte tenga más prestigio social que ella, resumen en los tribunales.
El canciller Timerman viajó a las Naciones Unidas para plantear la incautación en Ghana de la Fragata Libertad. El Gobierno anunció que llevará el caso al G-20. Podría ir también a la Cruz Roja Internacional. Son lugares inconducentes, pero donde no se le niega a nadie el favor de una reunión y de la consiguiente foto. ¿Error? Más allá del equívoco, que existió, esas gestiones perdidas señalan a un país que carece de aliados y hasta de interlocutores. Gran Bretaña, Francia y España tienen influencias históricas y diversas en África. Cristina no quiere pedirles favores. Es probable que tampoco esas naciones aceptaran hacerle favores a ella.
Hay más preguntas que respuestas. ¿Washington no supo nunca nada sobre el trámite que se gestaba en la costa africana? ¿Por qué no avisó? ¿Qué hacían los servicios de inteligencia del gobierno argentino mientras se tramaba la incautación de la Fragata? Estaban espiando dentro del país a amigos y enemigos de su presidenta.
La mecánica ludópata del todo o nada incluye al crucial 7-D, pero no sólo a ese día ni al Grupo Clarín. Su obsesión con ese multimedio ya llevó a la Presidenta a recusar a un juez tras de otro y a enviar al Senado una lista impresentable de jueces subrogantes, algunos con más prontuarios que antecedentes. O habrá jueces kirchneristas o no habrá jueces.
Ha jugado de la misma manera en la provincia de Buenos Aires, el único de los grandes distritos donde podría compensar algunas derrotas anunciadas para las elecciones legislativas del próximo año. Daniel Scioli sabe desde junio pasado, cuando lo dejaron sin recursos para pagar el medio aguinaldo, que su alianza con el kirchnerismo es frágil y temporal. Decidió que no seguirá dependiendo de los radicales y de Francisco de Narváez en el Congreso de La Plata. Allí, el kirchnerismo lo acosa como un violador serial. Hará lista propia de legisladores provinciales el año próximo, y propondrá al kirchnerismo una negociación por una lista compartida de diputados nacionales. La actual Cristina podría tomarlo como una ruptura.
Martín Sabbatella es un incordio para Clarín, pero lo es también para los intendentes del conurbano. Estos no olvidaron que el ahora influyente funcionario nacional recorrió varias veces la provincia de Buenos Aires proclamando el fin del caudillaje peronista. ¿Qué hace al lado de la presidenta peronista? ¿Qué hace ella aplaudiendo al hereje? Vivimos en un mundo extraño. La revista del PC le hizo un reportaje a Moreno y la revista de Moneta le hizo un largo reportaje a Sabbatella. ¿Serán esas las únicas alianzas que nos quedan?, se preguntó, irónico y astuto, un viejo líder municipal del conurbano. ¿Qué harán ellos? La pregunta no es si nos iremos del kirchnerismo, sino cuándo lo haremos, responde, furtivo. Cristina los está cercando a todos con ambiciosos jóvenes de La Cámpora. No les deja otra salida que la deserción.
La burguesía nacional que acunó Néstor Kirchner fue expulsada del paraíso. Los Eskenazi, Jorge Brito o Adelmo Gabbi, entre muchos más. Sólo retiene, por ahora, a José Ignacio de Mendiguren, pero éste es una cosecha propia, no de su marido. Por esa relación, cambió una ley sobre riesgos del trabajo que era de ella. Costo político inútil, porque al mismo tiempo intervino el mercado bursátil y sacó a las aseguradoras parte de sus ahorros. La inversión está más lejos que antes.
Aquel tsunami de votos tuvo, es cierto, su efecto en la mutación presidencial. Hubo también otro factor. Cristina Kirchner está convencida de que le propinaron una corrida cambiaria junto con la victoria. Nunca se detuvo a pensar que los argentinos, los ricos, los no tan ricos y hasta cierta clase media baja compraban dólares porque estaban baratos. La inflación, en pesos y en dólares, se llevó hace mucho la competitividad del tipo de cambio. Para ella no fue nunca la especulación genuina de una sociedad acostumbrada al torbellino económico. Fue una decisión contra ella, directamente.
Nunca perdonó. La Presidenta depositó parte de la confianza económica en un viejo peronista, Moreno, cuya modernidad son los años de Gelbard de hace cuatro décadas. Otra parte fue para Kicillof, integrante de ese camporismo que ella mete a presión en todas las covachas del Estado. Uno expresa el autoritarismo del primer peronismo y el otro representa, de algún modo, a la vanguardia iluminada de los años 70. Los peores errores del peronismo, que son, a su vez, la síntesis del cristinismo.
Ninguna economía resistió nunca la fórmula que combina gasto público, déficit fiscal e inflación. Cristina avanza decidida, sin embargo, con esa receta al hombro. No teme convertirse en una decepción de la historia. Nadie puede decirle que al final de ese camino está el abismo. Silencio. De eso no se habla

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