viernes, 30 de noviembre de 2012

Los socios: medios y política

Por Ricardo Forster (Revista Veintitrés)
28.11.2012

Historia. Un pasado en común. Los dueños de La Nación, Bartolomé Mitre, y Clarín, Ernestina Herrera de Noble, con el dictador Jorge Videla.

Los editoriales de La Nación suelen ser piezas antológicas, retratos fieles de una manera de ver el mundo y de constituirse en articuladores de un pensamiento de derecha. Sus intervenciones cotidianas recorren casi todos los puntos principales de la vida nacional y lo hacen sin eludir posicionamientos directos y sin utilizar la práctica del eufemismo o del ocultamiento travistiéndose, como suele hacer su socio y alter ego –Clarín– en el interior de retóricas y de ropajes que apelan a su condición de “nacional y popular” cuando no expresan otra cosa que sus propios intereses asociados, en general, con el de las grandes corporaciones y el capital transnacional. Nada de eso. La Nación no necesita sobreactuar ni maquillarse a la hora de hacerse cargo de su historia. Ella está ahí asumiendo, desde su origen decimonónico, la esencia de su identidad político-ideológica que lo ha llevado desde la exaltación de la “república oligárquica” al apoyo franco y decidido de cuanto golpe de Estado asoló estas geografías siempre en nombre de la defensa “de las libertades públicas y de la virtud republicana amenazada por las diversas expresiones del populismo y la subversión”. La Nación nunca ocultó su pertenencia, sus lealtades y sus odios viscerales. Sus editoriales (acompañados casi siempre por las plumas de sus principales escribas caracterizados con la incondicional e impúdica definición de “periodistas independientes”) se han detenido con énfasis a reivindicar esa larga línea que viene de lejos y que siempre lo ha colocado en el bando de los poderosos, un bando que ha sabido nutrirse de sus reflexiones y de sus exigencias sabiendo, como siempre lo supo el poder económico, que para desplegarse en el tiempo es absolutamente indispensable tener un amplio dominio de los medios de comunicación y, sobre todo, de la “opinión pública”.

Como sostiene Marilena Chauí, filósofa brasileña y aguda analista de la actualidad política latinoamericana, lo que nunca dicen los grandes grupos mediáticos es que “ellos son la opinión pública”. La difuminación de la frontera entre La Nación y sus lectores, el proceso de identificación imprescindible, constituye un logro, no menor ni subestimable, en la configuración de una empresa comunicacional cuya razón de existir conlleva la combinación de negocio e ideología. Clarín se ha movido, ya lo veremos, por otros andariveles; ha buscado nutrirse más que de sofisticadas tradiciones políticas o culturales, de esas que el diario mitrista siempre ha encontrado en los padres fundadores de la república conservadora, de la construcción de una suerte de empatía entre el diario y sus lectores. No es poca cosa erigirse en el representante del “sentido común” argentino. De ahí, también, las dificultades de enfrentarse con una máquina periodística tan enlazada con nuestra cotidianidad. Romper las inercias de larga duración, quebrarle el espinazo a lo archiconocido y a los rituales de todos los días es, tal vez, lo más difícil en los tiempos atravesados por la necesidad de cambios radicales.

La Nación atrae a una cierta clase media con aspiraciones miméticas que la llevan al deseo de parecerse a las clases altas que le han dado, a la más que centenaria tribuna de opinión, su alcurnia y su genealogía aristocrática dominada por el imaginario petulante de las “buenas familias patricias”. Leer La Nación sentado a una mesa de café en Barrio Norte es lo más parecido a esa pertenencia tan deseada y añorada que nos remite a la verdadera patria. Clarín, en cambio, le recuerda a su lector que él es fiel al mundo plebeyo de los recién llegados, los más viejos, los comerciantes, los empleados y los afincados en barrios de antigua prosapia clasemediera como Caballito, Flores o Almagro. En nuestra historia algunas veces los lectores de ambos diarios se encuentran en la misma vereda. Lo que no saben los lectores de Clarín es que cuando eso ocurre bajo el imperio de la hegemonía de los cultores de la ideología liberal-conservadora, quienes acaban pagando el precio son los sectores populares y, muchas veces, las propias clases medias.

La Nación ha sido, y lo sigue siendo sin desmayos, el ámbito más refinado, cuando de medios se trata, que la derecha argentina ha encontrado para reproducir “opinión pública” en la perspectiva de la matriz ideológica indispensable que necesita el poder para sostener su dominación. Clarín, menos “ideologizado”, se ha ocupado de otro núcleo fundamental de la vida social: “el sentido común”, ese ámbito en el que se reproducen las formas de la conciencia y se definen los prejuicios que le dan forma a una sociedad. La Nación es “tribuna de doctrina”, maquina-ideológica que nunca ha eludido poner en evidencia su genealogía liberal-conservadora (a veces más liberal, bajo la forma del laicismo positivista de una parte de la generación del 80 y de la impronta de su fundador –Bartolomé Mitre– y, últimamente, más conservadora católica bajo la influencia del Opus Dei, sin que entre ambas haya habido jamás contradicción ni diferencia a la hora de posicionarse contra los intentos de ampliar la democracia y la distribución de la riqueza. Ante la defensa cerrada del golpismo y de sus metamorfosis ambas tendencias se han correspondido sin solución de continuidad siempre bajo la lógica de la defensa de los “intereses de la república”. La Nación ha sabido expresar, sin fisuras, la trágica asociación que se dio, a lo largo de nuestra historia, entre liberalismo, república oligárquica –hasta 1916– y complicidad golpista –con sus matices– desde el ’30 en adelante. Nunca dejó de ahorrar diatribas contra los intentos democráticos populares por revertir el sesgo de la dominación). Lo que también puso de manifiesto la historia del liberalismo en nuestro país ha sido la reducción del concepto de “libertad” a su dimensión patrimonialista, siendo La Nación su defensor a ultranza. En las manifestaciones de septiembre y noviembre, cuando amplios sectores de clase media salieron a cacerolear contra el Gobierno, lo que también se puso en juego fue, precisamente, los alcances y los límites de ese concepto que guarda en su interior significaciones muy distintas y con alcances bien diferenciados. Pero lo cierto es que les cupo un más que significativo papel a ambos periódicos opositores en la captura del imaginario que proyectado desde la mirada de una franja muy grande de la clase media la condujo a reivindicar la falta de libertad y el autoritarismo del Gobierno. Con prolijidad, los ideólogos de la derecha se han dedicado a establecer un vínculo indisoluble entre liberalismo y democracia contraponiéndolo al establecido entre demagogia populista y autoritarismo. La tarea de un pensamiento crítico y emancipador es la de romper ese ilusionismo y esa falsa genealogía sin dejar en el costado una categoría tan cara a la vida social como lo es la libertad. Dejársela a la derecha y a sus órganos mediáticos constituye un grave error.

Clarín, más autorreferencial a la hora de defender sus intereses, ha funcionado de una manera más cruda y elemental moviéndose en una zona de ambigüedades y penumbras que le ha permitido, a lo largo del tiempo, ofrecerse como el más genuino exponente de ese “sentido común” argentino siempre capaz de borrar las huellas de sus complicidades y de sus responsabilidades mostrándose, bajo la máscara de la pureza y la ingenuidad, como el reservorio de un cierto “ser nacional” que ha sabido perdurar en el tiempo eludiendo las calificaciones ideológicas (la única que le cupo durante sus primeras décadas era aquella de “desarrollista” mientras estuvo bajo la influencia de Rogelio Frigerio). Hace tiempo que Magnetto y sus socios se han desprendido de esas extravagancias anacrónicas para elegir el camino del más absoluto pragmatismo a la hora de sostener y defender sus intereses corporativos. De todos modos, la estrategia del diario fundado por Roberto Noble ha sido confundir su historia y sus objetivos con los del sentir arquetípico del argentino medio. Por eso resulta más fácil describir la matriz ideológica que subyace a la empresa de los Mitre, arraigada profunda y decisivamente en los sectores tradicionalistas y reaccionarios y fiel reflejo de las clases altas, que las laberínticas piruetas de Clarín capaces de camuflarse y de utilizar los recursos simbólicos del campo popular.

La Nación hace las veces de “viejo rico” o de aristócrata en decadencia, de aquel que mira con cierto desgano y rechazo a su socio advenedizo, a ese “nuevo rico” –Clarín– que no puede ocultar su inclinación lujuriosa por la riqueza y el poder. La Nación, mientras pudo, intentó ser más elegante y menos economicista. Su sofisticación se acabó, sin embargo, a la hora de lanzar toda su artillería contra quienes, a lo largo de la historia nacional, intentaron cuestionar el poder de la oligarquía (y de sus metamorfosis –cuando la antigua denominación perdió refinamiento académico y obligó a buscar nuevos nombres– que siguieron sosteniendo su derecho “divino” a ejercer su hegemonía sobre las multitudes advenedizas). Clarín simplemente se dedicó a mostrar, cuando ya no le quedó otra alternativa, su rostro verdadero: esa indeclinable búsqueda del poder y de los privilegios que emanan de él bajo la forma de un capitalismo salvaje capaz de depredar hasta sus normas más elementales a la hora de defender el bruto interés económico (su astucia fue, en los noventa, aprovechar la discrecionalidad neoliberal, esa que le permitió concentrar medios y privilegios, al mismo tiempo que “criticaba” el lado frívolo del menemismo y condicionaba la vida democrática desde el poder de fuego de sus tapas incendiarias). La Nación, bajo la forma de la falsedad de un seudo virtuosismo republicano, quiso seguir funcionando como el custodio ideológico-cultural de una clase social cada vez menos refinada y cada vez más salvaje en sus aspiraciones rentabilísticas. Una nostalgia apolillada por aquella generación del 80, todavía preocupada por echar las bases de un país endeble e inestable y por destacar sus merecimientos civilizatorios, que lo lleva, al diario del viejo Mitre, a propinarnos editoriales inundados de un republicanismo lacrimógeno y, claro, profundamente viciado y mentiroso. Un republicanismo que no va más allá de la defensa de los intereses de las corporaciones económicas y que desearía también extenderse a la reivindicación y el salvataje de los golpistas de antaño. Cada vez que se le presenta la ocasión regresa sobre la “injusticia” que pesa sobre Videla y sus secuaces (claro que lo hace bajo el “desvío” de la historia completa y de la reconciliación de la que tanto suele hablar la Iglesia Católica). Pero también un seudo republicanismo que no duda en ponerse del lado de los fondos buitre y de un ignominioso fallo de un juez neoyorquino a la hora de mostrar qué intereses defiende. Para sus editorialistas lo que siempre debe prevalecer es, incluso contra los intereses nacionales, el sacrosanto derecho de propiedad. Ciego de ira ante las decisiones de un gobierno antagónico a sus ideologemas no duda en ponerse del lado de quienes, si lograsen imponer sus condiciones, llevarían al país a la quiebra. Antes que el derecho de las mayorías a vivir una vida digna y a escapar de la trampa del endeudamiento, lo que le importa es el sostenimiento del privilegio de unos pocos especuladores (sean esos pocos argentinos o extranjeros). Sin fisuras y sin equívocos, el diario de los Mitre ha defendido siempre a los poderosos. Su ideario se confunde con el largo camino que va de la república oligárquica a la patria financiera pasando, cuando fue necesario, por el apoyo a las distintas dictaduras.

Clarín intentó, durante décadas, sustraerse a esa identificación inmediata y elocuente allí, incluso, cuando en sociedad con La Nación se quedó con “la libertad de expresión” al recibir, con inmenso beneplácito, el “regalo” que la dictadura videlista les hizo cuando le arrancó Papel Prensa a la familia Graiver y se la entregó graciosamente a Bartolomé Mitre y a Ernestina Herrera de Noble. Hoy, cuando tantas cosas están en disputa y tantas otras han quedado expuestas a la luz pública, las dos máquinas-mediáticas funcionan entrelazadamente, como también lo hicieron en esos años de horror y muerte que cayeron bajo el eufemismo de “los años de plomo” como los bautizó metafóricamente Joaquín Morales Sola –columnista editorialista de Clarín durante la dictadura– y, ahora, columnista estrella de La Nación y, como para no perder las viejas lealtades, periodista con programa propio en TN –y auspiciado por anunciadores de aquellos a los que, como nos enseñó Bernardo Neustadt, decano del periodismo independiente, “les interesa el país”–. Su nombre representa, sin dudas, la profunda alquimia de estos dos medios que han sabido disciplinar la vida política argentina hasta el día que se encontraron con un extraño matrimonio venido del sur patagónico que, para sorpresa de los dueños del poder, comenzaron a cuestionar las hegemonías tradicionales y a romper el abrazo de oso de la corporación mediática.

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