domingo, 23 de diciembre de 2012

Comentarios sobre la imparcialidad judicial

Una guerrilla mediática a lo largo de 38 meses intentó que una ley del Congreso no entrara en vigencia. La presidenta de la Nación en su discurso ante la multitud en Plaza de Mayo subrayó la necesidad de democratizar el Poder Judicial. La "imparcialidad de los jueces nacionales" ha sido puesta en tela de juicio replicó preocupada la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales.

La proclama que lleva la firma del doctor Badeni no es inocente. Una cosa es el comportamiento sistémico de la judicatura, la calidad de su accionar, y otra la "imparcialidad de los jueces". A nadie se le escapa la relación entre ambos términos, pero no es cierto que la mentada "imparcialidad" garantiza per se la calidad de la legalidad imperante.
Antes que nada: la imparcialidad se presupone, no conozco ningún orden jurídico que proclame "la parcialidad" de sus miembros. Ahora bien, la venalidad manifiesta de los integrantes de la judicatura equivaldría a denegación de justicia. Quien no pudiera comprar al juez, en esa lógica operativa, no obtendría una sentencia satisfactoria.
Convengamos que un importante número de magistrados no sea personalmente corrupto, no supone más que eso. No cabe ninguna duda: "la calidad" de la institución no se puede deducir de la "proclama"; más bien surge de examinar el comportamiento, esto es los fallos y su cumplimiento, del Poder Judicial a lo largo de un cierto período de tiempo. Sobre todo, de observar los fallos que afectan a los más débiles, dado que el hilo se corta siempre en el tramo más delgado.
Una sociedad sensibilizada por la larga vigencia de la impunidad mira con razonable suspicacia a un poder del Estado que en 1985, para citar un ejemplo de peso, al juzgar las Juntas Militares utilizó funcionarios judiciales que habían respetado sin mayor conflicto el estado de excepción. No había otros. Esto es, funcionarios para los que los derechos y garantías de la Constitución nacional quedaron en suspenso, para los que la Constitución misma debió someterse al estatuto de los tres comandantes. En ese punto la honorabilidad personal de cada juez no vale mucho. Y si vale remite a la necesidad de no convalidar con su presencia, con su accionar cómplice, esa charada judicial. Conocí a algunos de esos jueces, y eran pocos, excesivamente pocos. Los integrantes de la familia judicial se caracterizan por conservar sus puestos, y una "circunstancia" como un golpe de estado, no los obligaba a casi nada.
No es esa por cierto hoy la situación, pero conviene recordar que la justicia mendocina, para no abusar de los ejemplos, hasta hace pocos meses estuvo integrada en sus estamentos superiores por defensores explícitos de la dictadura burguesa terrorista, sin que esa Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales, ni ninguna otra, dijera esta boca es mía. Más aun, el comportamiento de sus pares –seamos delicados– no ajustado a derecho permitió que uno de los acusados de violación manifiesta de los Derechos Humanos escapara, y si se lo capturó no se debió precisamente al desvelo de esa judicatura.
Entonces, una estructura judicial que ha sido permeada hasta el tuétano por un orden, para decirlo con elegancia, donde el derecho se redujo al poder del más fuerte, que educó a la sociedad a tolerar cualquier rango de arbitrariedad en silente complicidad, no puede transformarse sin una revisión profunda y colectiva. Esa es una materia pendiente de la democracia argentina; la crisis que atraviesan las instituciones de la República ( FF AA, fuerzas de seguridad y el aparato del Estado, sin pretender ser exhaustivos) de otro modo no puede ser encarada con éxito.
EL GRUPO CLARÍN. La fluidez de la política nacional alcanzó un ritmo infartante. Del 7D al 14D pasó de todo. Desde el discutir quién manda, si un grupo económico concentrado o el Estado Nacional, hasta que ese diferendo fundante comenzara a saldarse en el terreno del Derecho. Desde la situación de la Fragata Libertad en Ghana, hasta la capacidad de los fondos buitre para condicionar los acuerdos entre deudores y acreedores. Y por primera vez desde el 2001, el gobierno nacional, para bien y para mal, demostró que no solo es un habitante transitorio de la Casa Rosada. Para decirlo en el lenguaje caro a los especialistas: restableció la potestad del poder soberano adentro y afuera del territorio nacional.
No lo hizo de cualquier modo, protagonizó un inusitado debate sobre la capacidad regulatoria del Estado, frente a los que levantaron y levantan la bandera de la libertad de comercio. La vieja y peluda polémica entre regulacionistas y desregulacionistas se reprodujo con tintes locales, pero con inequívocos ecos globalizados. Repasemos: tras la caída del Muro de Berlín, con la ofensiva liberal (política de desguace del Estado Benefactor), impulsada por la necesidad de incrementar su tasa de ganancia –brecha entre tasas activas y pasivas–, los bancos debilitaron en todos los casos, y redujeron a nada en su propio terreno, los marcos regulatorios. Podían hacer cualquier cosa y no debían rendir cuentas a nadie. A tal punto que calcular la emisión monetaria global se volvió prácticamente imposible.
La antiquísima bandera del laissez faire, laissez passer cobró inusitados fastos. La derrota del socialismo en todas sus variantes, del Fabiano al estalinista, habilitó un conjunto de políticas donde el capital financiero era la estrella indiscutida. Los bancos, sus ejecutivos y sus oráculos globales concentraban toda la ciencia requerida, y los que tímidamente intentaron alguna resistencia fueron barridos. Era la economía idiota. Eran los '90, y Carlos Saúl Menem empalmó con una ola a la que se subió por motivos domésticos. La felicidad no podía ser mayor: víctimas y victimarios bailaron hasta que se apagó la música. La crisis que hundió a la Argentina primero, junto con buena parte de los países latinoamericanos, y golpeó a USA y Europa más tarde, terminó destruyendo el sistema bancario. No se detuvo ahí, sino que frenó la economía global, tras detener a su locomotora norteamericana, primero, y estancó a la Unión Europea, más tarde. Para recomponer los activos de los bancos, la intervención del Estado –una especie de socialismo al revés: las pérdidas son de todos, las ganancias no– resultó insoslayable. La crisis de "confianza" se capeó con 750 mil millones de dólares fiscales.
El mito de la autorregulación bancaria se terminó por derrumbar. El capitalismo librado a su propia suerte, a su dinámica interna, no lleva a ningún otro lugar que a la catástrofe. El propio Grupo Clarín sirve para ilustrarlo. Si su deuda no hubiera sido pesificada, si su sobrevivencia no hubiera sido un asunto público, Goldman and Sachs de New York hubiera terminado siendo su propietario. El gobierno de Eduardo Duhalde se ocupó de que así no fuera, mediante una ley del Congreso, y se puede discutir si ese comportamiento fue o no adecuado, lo que no se puede es dejar de reconocerlo.
La sola idea de que una ley que "viola" la libertad de comercio, tal como Clarín sostiene con relación a la Ley de Medios Audiovisuales, resulta inconstitucional equivale a una cínica boutade jurídica. Toda la legislación antimonopólica, en suma, resultaría inconstitucional. La fórmula sería así: todo lo que es bueno para el Grupo Clarín lo es para la sociedad argentina, y si resulta malo para el Grupo no puede ser bueno para la sociedad. Con un agregado: no se admite demostración en contra.
En rigor de verdad esta postura es tributaria de esta otra: el gobierno es débil, y se trata de que siga siéndolo, porque de este modo su "independencia" respecto a los poderes fácticos no existe. Es que, recuerden, el gobierno "fuerte", la dictadura militar, nos llevó a la Guerra de Malvinas, para no abundar en otros "errores" atroces. Entonces, para evitar los peligros profesionales del poder, el gobierno debe quedar reducido al mínimo.
La experiencia argentina demuestra otra cosa: cada vez que la libertad de comercio determinó todo los ciudadanos de a pie no determinaron nada. No falta el cínico que diga, en ningún caso determinan; sin embargo no es lo mismo un gobierno que otro. Cambiar de gobierno ahora supone cambiar de política; quienes deciden, mediante el uso de la ley escrita, supone qué deciden. Para evitar estas decisiones el Grupo Clarín trató por todos los medios de debilitar al gobierno. Por algo, una guerrilla mediática a lo largo de 38 meses intentó que una ley del Congreso no entrara en vigencia efectiva. Y conviene retener que fracasó.

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